sábado, 23 de diciembre de 2017



DE  ALASKA  A  TIERRA  DEL FUEGO




el presidente uruguayo expresó su satisfacción: George Bush sabe donde queda su país (el de aquél, no el de éste) en el mapa; "nos comprende y respeta", agrego (El Mercurio, 16 dic., p. D 15). En términos si no parecidos en la forma, si equivalentes en el fondo, se expresaron todos los gobernantes latinoamericanos que recibieron la ilustre visita en los primeros días de diciembre. Carlos Saúl Menem, avergonzado por el motín de los carapintadas, aseguró al presidente norteamericano que lo aplastaría antes de que él arribase; y luego insistió en que los soldados argentinos en el golfo Pérsico entraran efectivamente en combate. En Chile, Patricio Aylwin rindió cuenta del retorno a la democracia. No obstante, fue Carlos Andrés Pérez, de Venezuela, el que mereció el título de "mi gran amigo" y su país, el de "amigo muy fiel". Es verdad: pese a los esfuerzos, no todos pueden estar a la misma altura.
De esta manera, ha culminado una nueva fase en la historia de las relaciones entre EE.UU. y América hispánica. Como sus antecesores, George Bush ha improvisado una política resumida en un slogan: como ayer fue la del "Buen Vecino", o la "Alianza para el Progreso", hoy es la "Iniciativa de las Américas". En verdad, como en otras ocasiones, el nombre pomposo puede encubrir la falta de contenido, esto es, la falta de una política que no sea la mera mantención de una hegemonía que se suele dar por supuesta; lo intereses más apremiantes de EE.UU. están en otra parte. "No creemos que esa relevancia (de América Latina) esté suficientemente reflejada en los programas y políticas de Washington, en nuestra prensa y en nuestro sistema educacional", apuntó, significativamente, David Rockefeller, presidente del "Consejo de las Américas" –organismo de fachada que coordina a las trasnacionales que operan en nuestro continente- y una de las figuras próceres del mundialismo (Trilateral Commission, etc.). De la conferencia de prensa ofrecida por Bush en la casa de Aylwin se observó que "parecía un encuentro en la Casa Blanca, con algunos invitados chilenos", porque todas las preguntas de los numerosos periodistas norteamericanos se referían a la crisis del Golfo Pérsico, y no a Chile ni a América (El Mercurio, 9 de dic. p. D 6). Desde este punto de vista, pues, quizás no habría que tomar muy en serio la "Iniciativa de las Américas". Sin embargo, hay que reparar también en el énfasis de Bush, ahora que EE.UU. no tiene un rival de su talla al frente y que parece estar más cerca que nunca antes del "gobierno mundial". La "Buena Vecindad" rooseveltiana suponía naciones soberanas –al menos en teoría- que coexistían amistosamente. El actual presidente norteamericano ha hablado de plena integración, "de Alaska a Tierra del Fuego". Integración esencialmente económica –las Américas, "socias iguales" en una zona de libre mercado-, pero también política: el "primer hemisferio totalmente democrático".
Por cierto, la invocación al libre comercio y a la democracia pertenecen al arsenal ideológico de Washington desde siempre (cf. "Caliban contra Ariel. Crónica de los hechos del imperialismo yanqui contra América", CC N° 12). Del mismo modo, es vieja la repetición de estas consignas por las clases dirigentes de nuestra América. Pero ahora resuenan de modo diferente, en este clima de mundialismo totalízante.
Es la democracia, no como un sistema político más entre otros posibles, sino como régimen final de la Historia, lo que se nos propone. Es el mercado como crisol de estados, pueblos y razas, y la economía como único destino del hombre. Es la ideología de los "derechos humanos" como moral universal, en este "nuevo orden del mundo" a que ha aludido el propio Bush. La integración de "las Américas" en un solo mercado, con una sola fe laica, es parte del nuevo orden mundial, y un paso hacia él.
En tal clima ideológico se comprende la breve y triunfal gira latinoamericana de George Bush. Respecto de Chile, no sólo el gobierno de Washington no tuvo necesidad de hacer algunas concesiones amistosas –ni indemnización a los productores afectados por el sabotaje a la uva chilena, el año pasado, ni levantamiento de la "Enmienda Kennedy"-, sino que, por el contrario, pudo exigir concesiones del gobierno chileno con anterioridad a la visita presidencial: "el Secretario de Legislación de la Presidencia, Pedro Correa, recibió la orden presidencial de redactar un veto a la ley de propiedad industrial que había aprobado el Congreso (y que contrariaba los intereses de la industria farmacéutica norteamericana)... Los parlamentarios opositores casi no daban crédito a lo que veían sus ojos. Les parecía una actitud indigna llegar al punto de entrometerse en las decisiones legislativas producto de las presiones de Estados Unidos" (sic. El Mercurio 2 dic., p. D 1). Con todo, la clase política chilena se mostró unánime a la hora de rendir pleitesía al visitante. Los socialistas  –"¡quién los vio y quién los ve!"- se apresuraron a darle la bienvenida, y su principal personero, el ministro de Educación, censuró duramente las manifestaciones estudiantiles adversas; la UDI –sedicente "único partido de oposición real"- había anunciado su intención de boicotear la sesión del Congreso Pleno en que se recibiría a Bush, pero, al final, se sometió. Unos pocos diputados de distintos partidos protestaron porque el equipo de seguridad yanqui registró con perros el Salón de Honor, pero nada más. Es justo reconocer que la nota más digna la puso el Presidente del Senado, Gabriel Valdés, quien advirtió en su discurso de recepción a su huésped: "los intereses de América Latina y los de los Estados Unidos no son simétricos". En cuanto a las Fuerzas Armadas, el Ejercito ha sido jaqueado en una serie de jugadas habilísimas y tiene en este momento más domésticas preocupaciones; en el caso específico, el general Pinochet se mostró muy honrado porque Bush le estrechó la mano y reconoció que fue él, en su gobierno, quien inició las políticas de liberalización del mercado ahora celebradas; mientras que el Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea opinó que el levantamiento de la "Enmienda Kennedy" permitiría adquirir material aéreo moderno.
Hemos dicho "gira triunfal", pero, a decir verdad, sólo lo fue entre los dirigientes hispanoamericanos. En ningún momento, ni en Santiago, ni en Buenos Aires ni en Caracas, Bush pudo estar en contacto con las poblaciones. Como en el Próxirmo Oriente, cuenta con los gobiernos mas no con los pueblos. Los repudios populares en tiempos de Eisenhower, de Kennedy o de Nixon eran más masivos, también es verdad; la "despolitización" promovida por los centros de poder mundiales, el ambiente soft de esta "post-modernidad", han hecho lo suyo. Hay que saludar, pues, en esos estudiantes santiaguinos o caraqueños, como en esos parlamentarios argentinos que se negaron a prestar homenaje al visitante, a verdaderos defensores –aun si inconscientes o incoherentes- de la dignidad americana.




Pero, por otra parte, ¿que más podían hacer los gobernantes de América Latina? ¿Acaso no era y no es una necesidad de Realpolitik contar con la presencia norteamericana y, en consecuencia, recibir con los honores debidos a su máximo representante? ¿No es ello normal en las relaciones entre estados? Sí, seguramente, mas en todo hay una medida. Un Carlos Ibáñez mantuvo el Pacto de Ayuda Militar con EE.UU. que, como candidato, había anunciado que rescindiría; un Jorge Alessandri se vio obligado a romper relaciones con Cuba, siguiendo directrices de Washington: obligaciones de una Realpolitik, sin duda; con todo, aquellos gobernantes mostraron en general mayor independencia que los actuales. Otra época, desde luego. Aun así, ¿era necesario que estos gobernantes se apresuraran a respaldar a EE.UU. –con moderación, en el caso de Aylwin; hasta el desenfreno, en el de Menem- frente a Irak, cuando aún hay tropas de ocupación norteamericanas en Panamá? Si el interés nacional puede aconsejar recibir la visita del Presidente de los Estados Unidos, no parece que obligue a seguirlo en sus aventuras bélicas ni a mostrar la obsecuencia que tantos mostraron aun en asuntos internos.
Por supuesto, una política exterior verdaderamente independiente –digamos mejor: un Estado verdaderamente independiente- requiere del concierto entre las naciones latinoamericanas. Un acuerdo entre los gobiernos, por ejemplo, ante la visita de Bush, no hubiera sido imposible ni pertenece al terreno de las utopías. Para ello se necesita, claro está, la voluntad real de los estadistas y de las clases políticas. Pero una América que quiere existir solamente en el plano de la economía y del folklore, en las utopías regresivas y en las utopías "post-modernistas"; una América que no quiere Ejércitos ni Estados, sólo "seres humanos" en amorosa predisposición hacia los extraños, una América así no está preparada para ser libre. Entretanto, vayan nuestras simpatías hacia esos obscuros policías panameños que, amotinados contra el presidente impuesto Endara, tuvieron el honor de ser reducidos por las propias tropas yanquis. Que sea ése anticipo de mayores y más afortunados combates.


E.R.*

*Erwin Robertson. Publicado en Ciudad de los Césares N° 16, Enero/Febrero 1991.





miércoles, 9 de agosto de 2017

PORTALES

DIEGO PORTALES

En el pasado mes de junio se cumplieron 200 años del nacimiento de Diego Portales, ministro de Estado en Chile en forma intermitente entre l830 y l837 –año éste de su asesinato por tropas amotinadas contra el gobierno-, y tenido habitualmente por el “organizador de la República”. Sin embargo, los círculos oficiales, políticos y universitarios, guardaron silencio ante este aniversario, lo que, por lo menos, debería provocar cierta extrañeza. Es verdad que el patriotismo de museo no parece estar ya a la moda; y tampoco ha contribuído a la popularidad actual del Ministro el hecho de que, habiendo sido alma de un régimen autoritario, se prestaba a la asociación con el que nos gobernó últimamente. Más aún, la figura de Portales ha sido en años recientes blanco de una ofensiva de la historiografía neoliberal, en oposición a las interpretaciones “conservadoras” prevalecientes -en especial, la de Alberto Edwards (La Fronda Aristocrática, 1928) y la de Francisco Antonio Encina (Portales, 1934). Pero, sin duda, es sobre todo el que Portales haya fundado un Estado; que haya, en consecuencia, afirmado con su actuar la primacía de la Política; que haya denunciado tempranamente el peligro del imperialismo norteamericano en América Hispánica, lo que, en un momento como el presente -de desvalorización del Estado, de la Política y de la Soberanía-, torna su evocación poco oportuna.
En este número reproducimos un ensayo del historiador Mario Góngora, publicado inicialmente en Estudios, revista de la juventud católica y corporativista en los años 30y 40. Góngora ha sido considerado uno de los intelectuales chilenos más descollantes y uno de los historiadores latinoamericanos más destacados de las últimas décadas; los lectores de Ciudad de los Cesares lo habrán visto citado más de una vez en estas páginas y, de hecho, ya en CC N° 2 se comentaba la publicación póstuma de algunos de sus ensayos (Civilización de masas y esperanza, 1987). No es necesario indicar aquí lo que el ensayo juvenil que publicamos tiene de respuesta a situaciones contingentes; la apreciación de la figura del Ministro, por otra parte, debe ser matizada con el juicio maduro del mismo Góngora -en el Ensayo Histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (1981) y en la Introducción a la edición de 1982, y a las siguientes, de La Fronda Aristocrática. Pero el lector advertirá también lo que tiene el artículo de penetrante actualidad.
Otro historiador chileno, en un artículo escrito especialmente para Ciudad de los Cesares, nos ilustra sobre un aspecto particular de la obra de Portales -también, por cierto, de actualidad. Bernardino Bravo Lira es autor entre otras obras, de La función consultiva (1977), Régimen de Gobierno y partidos políticos en Chile, 1924-1973 (1978), Historia de las instituciones políticas de Chile e Hispanoamérica (1986), Poder y respeto a las personas en Iberoamérica (1989), De Portales a Pinochet (1989), El Estado constitucional en Hispanoamérica, 1811-1991 (México, 1992). Su presencia, una vez más, en nuestras páginas, complace a Ciudad de los Cesares y contribuye poderosamente a evocar para nuestros lectores la figura del Ministro, en reparación del “olvido” más arriba aludido.
Por fin, también tiene relación con el tema, bien que indirecta, el comentario del libro El pensamiento conservador en Chile (1992), de Renato Cristi y Carlos Ruiz, que el curioso lector encontrará en otras páginas de este mismo número.




PORTALES




P
ortales sigue siendo un desconocido. Todas las obras escritas sobre su personalidad no hacen sino
repetir las observaciones hechas por Vicuña Mackenna y los demás biógrafos de su época. Aún el libro de don Francisco A. Encina, que contiene magníficas ideas interpretativas de la política portaliana no dice nada realmente nuevo y significativo sobre el hombre. Porque decir de nuevo que Portales era un intuitivo es no decir nada. No se habla de la psicología de seres humanos como de los caracteres de un ejemplar zoológico, mediante los cuales se le enmarca en un género o especie determinada. La ciencia o arte de la psicología no busca tipos humanos, sino hombres, hombres en los cuales la química del alma es única, en que la intuición, los sentimientos, toda la vida espiritual es absolutamente propia e individual.
No hay pues una imagen íntima de Portales, nadie ha visto con claridad y profundidad en la complejidad de cada etapa de su vida, en la desociación de tonos psicológicos contradictorios. O mejor dicho, si algunos, como Vicuña Mackenna, han adivinado algunos de estos rasgos, no han dado a estas imágenes discordantes una organización, un sentido totalizador que haga aparecer una visión de un hombre coherente y personal en su superior unidad y, a la vez, tan rico en detalles, en variedad, en contradicciones, como era Portales. Los historiadores han estado demasiado cerca o demasiado lejos para ver bien.
No sólo se le desconoce, sino que se le deforma. Para algunos, que han convertido la tradición viviente en un panteón académico, Portales no es sino otra de las figuras petrificadas de la historia que no tienen hoy día más misión que servir de tema para gruesos libros, glosas bibliográficas o investigaciones de archivos. Otros, por el contrario, encuentran cómodo para sus posiciones partidistas del momento presente interpretarle a través de las tendencias o prejuicios de hoy día, para poder así apoderarse de su herencia y proclamarse continuadores de su tradición.
Portales, como todo el gran poema de la tradición chilena, no pertenece sino a la nación, al pueblo que le ha modelado y que ha sido a su vez en reciprocidad de influencias, modelado por ella. La tradición no es feudo de ningún grupo. Es verdad que Portales actuó dentro de determinados bandos políticos o sociales –el peluconismo, los estanqueros- pero ellos nada tienen que ver con las tendencias formadas en épocas posteriores para satisfacer necesidades de esos momentos. Cada instante histórico es único e irreversible y es absurdo tratar de unirlo por vínculos artificiales con partidos o bandos que actúen en otro instante histórico y que son, por tanto, absolutamente diferentes. Una tendencia es tradicionalista, no cuando se etiqueta pomposamente así, sino cuando crea una nueva tradición.
Si queremos ver claramente lo que significa Portales en la historia de Chile, tenemos que comenzar por descubrir el sentido que para él tenía su acción política, la transformación que imprimió a la vida chilena.
Se ha dicho muchas veces que Portales era un político sin principios, sin programas predeterminantes de su actuación. En realidad la observación es trivial. Ningún realizador politico, ningún hombre de acción tiene un esquema teórico o especulativo que deba luego realizarse en el terreno de los hechos, como ningún artista tiene en su espíritu la idea o símbolo desprendida de la materia concreta, de la imagen sensible en que ha de envolverse esa idea. Las ideas del político, como las del artista, son ideas operativas, o, como diría un escolástico, prácticamente prácticas, ideas que sólo se precisan y desarrollan en su riqueza, a la vez concreta e inteligible, en las creaciones, en los actos, en las obras informadas por tales ideas. Así como un músico precisa en notas musicales, un político manifiesta sus ideas solamente en acción política; y este pensamiento político suyo puede ser de tal modo inconsciente, que él no puede traducir en un esquema teórico su propia creación, su propia obra. La labor del filósofo de la política es, entonces, como la del esteta frente al artista, conceptualizar, hacer consciente y racional la obra del político. Pero esta es, repetimos, el oficio del filósofo y no del político. A éste no pueden exigírsele tales esquemas o “principios”. Su papel más importante: intuir y sacar realidades.
Portales es, por excelencia, nuestro político, el que mejor ha realizado esta esencia del genio de acción. Sus cartas nos dan algunas ideas u opiniones, expresadas en forma lo más incientífica posible y que apenas nos permiten captar algunos aspectos, los más exteriores, de su obra. Pero sólo buscando en la arquitectura social y moral de los hombres y de la estructura del Estado chileno hasta 1891, podemos reconocer, en su inmanencia vital, el pensamiento de Portales.
El gran Ministro de Prieto no sólo fué un político; fué la más alta y recia expresión de la política: fué un revolucionario. Pero su revolución es algo tan nuevo y que contradecía en tal forma el sentido utopista y pseudo romántico que tenían los hombres de su tiempo de una revolución, que para ellos, sencillamente, era una reacción colonial.
En efecto, para los pipiolos y federales estilo 1830, a quienes el Ministro combatió a muerte, y para los liberales y socialistas sansimonianos de la generación del 42, que juzgaron el régimen pelucón, una revolución era sencillamente una bella y clara idea sobre organización de la sociedad, que una vez implantada –sea por el progreso de la ilustración, sea por un pronunciamiento, porque en esta materia, ellos acudían, paradojalmente, a ambos medios- inscribiría a Chile dentro del círculo de la civilización y del progreso, entendiéndose estos términos en el sentido que le daban los libros recién publicados en Francia.
Pues bien, frente a esta idea superficial y puramente formal de la revolución, Portales plantea su audaz concepción –no en libro o programa alguno, sino en la estructura del edificio político que construye.
Una revolución es una crisis de destrucción del orden existente y de creación de un orden nuevo, exigida y producida por fuerzas reales, por una causalidad material –dándole a esta palabra su sentido estrictamente filosófico y no una acepción restringida a lo económico. Nuevas clases sociales, nuevos hechos sociales, nuevos valores morales o espirituales que se han hecho patrimonio de un grupo humano: tales son los factores que tienden, por su mismo desarrollo y expansión, a romper con el molde rígido y ya anticuado de una organización que ha perdido su apoyo en lo real y en la vida de un pueblo. Todo este concurso de causas materiales del fenómeno revolucionario debe ser organizado y realizado por un hombre o por una tendencia política. Tal es la intervención de la libertad humana dentro de las transformaciones históricas: es como la causa formal que fecunda y dirige las fuerzas materiales que conspiran a esa transformación.
Así, mientras que la revolución de los liberales se olvidaba totalmente de los factores reales, la revolución auténtica, la portaliana era el resultado de la genialidad intuitiva y creadora de un hombre que organizó el nuevo orden republicano a que aspiraba la clase criolla. Esta capa de la sociedad colonial, enriquecida económica y racionalmente por la emigración vasca del siglo XVIII, fortificada políticamente por el poder municipal, se encontró frente a una maquinaria burocrática que gobernaba en nombre de una monarquía que había perdido toda la vitalidad conquistadora y colonizadora del siglo XVI, que era una organización caduca e interiormente debilitada y que cayó al primer golpe de la clase de los encomenderos criollos, que hizo la Independencia en todos los países de América con finalidad, clara y precisa en algunos, inconsciente y oculta tras un autonomismo moderado en los más, de crear un orden republicano, más o menos asociado a la ideología política nacida en la época de la Revolución Francesa.
Portales no se preocupa de criticar el régimen colonial, mirándolo como un pasado definitivamente liquidado, pero que, como todo lo que ocurre en la historia, tenía su razón de ser y su necesidad. Para él es evidentemente legítimo el anhelo revolucionario de la aristocracia criolla y su obra es, esencialmente, la realización, dentro del espíritu y de las modalidades nacionales, de ese orden republicano, libre de los utopismos, de los extremismos infantiles y las imitaciones extranjeras de que estaban aquejados los ensayos de la época anárquica de 1810 a 1830.
Un movimiento constructivamente revolucionario debe empezar naturalmente por separarse del desorden organizado jurídicamente, rompiendo esa legalidad para crear un nuevo orden y una nueva juricidad. Pero el orden revolucionario una vez que esté suficientemente robustecido en su espíritu y en su fuerza para conducir a una sociedad, se halla ante una nueva necesidad: la de la continuidad histórica. Siempre hay en un orden muerto, fuerzas vivas, elementos valiosos y positivos –ideas, instituciones, clases, hombres- y la revolución que debe inicialmente tener el valor de ser injusta con estos elementos, debe a su vez, más tarde, tener el valor superior de afirmar su capacidad, no para transigir, sino para asimilar y transformar en el nuevo espíritu todos los valores que permanecen y se justifican en el nuevo momento histórico. De este modo una revolución, al profundizarse y depurarse, no rompe la continuidad histórica, sino que respeta las exigencias razonables de lo que era, sin perder en nada el rigor de su novedad. Porque la continuidad de la historia no es esa línea recta que imaginan los evolucionistas, sino más bien como una espiral ascendente en círculos cada vez más amplios, en que todo lo que vive sólo se conserva por una constante renovación íntima y una depuración incesante de sus elementos caducos, del peso muerto de lo que ya ha realizado su finalidad.
Portales rompió totalmente con el orden monárquico, pero asimiló dentro del régimen republicano un elemento insustituible de la estructura del Imperio español, la afirmación que el soberano abstracta e impersonalmente considerado- era el elemento central de la sociedad política, la clave de la unidad y organicidad del Estado. El Gobierno está por sobre todos los intereses, por sobre todos los partidos políticos, por sobre todas las tendencias, atento únicamente al bien común de la nación; es, como dice muy acertadamente Eugenio d’Ors, como las grandes cúpulas de la Arquitectura del Renacimiento que reemplazaron la diversidad anárquica de los campanarios del gótico por esa rigorosa unificación de sentido y de orientación que da a todo el edificio la cúpula.
Una república dirigida por la aristocracia vasca –particularista e individualista por nacimiento, aunque la organización monárquica hubiera corregido y limitado estas tendencias, necesitaba como contrapartida un poder central poderoso que velara por el interés de las clases dirigidas, que eran el 90% de la nación, pena que no tenían capacidad política alguna. Pero este Ejecutivo fuerte y autoritario era concebido en el régimen portaliano como totalmente desligado de una persona determinada, perfectamente opuesto a las dictaduras de tipo personalista. El estilo jurídico del régimen lo había dado el espíritu de Andrés Bello, formado en esta concepción clásica de la autoridad, originada a la vez en el Derecho Romano y en el Derecho Natural, y transmitido dinámicamente por España a toda América.
EL régimen pelucón, lejos, pues, de ser reaccionario, es una revolución en el sentido más real y más científico, una vida nueva que, gracias a la profundidad de la comprensión histórica de su creador, puede asimilar uno de sus elementos capitales de su misma estructura del régimen anterior, pero dándoles un sentido nuevo, una esencia revolucionaria. Será esta misma institución del Ejecutivo autoritario, en cierto modo tomada de la colonia, el que dirigirá, durante todo el siglo, el movimiento de modernización, de progreso, de extensión de la cultura a la clase media, sin enfeudarse jamás a los intereses de la propia clase que le engendraba y lo sostenía, a veces aún contra su voluntad y sus tendencias egoístas. Porque su aristocracia sentía, como ha dicho muy bien el señor Encina, una formidable sugestión intelectual y afectiva que creó en ella Portales –como la creó en Prieto y en todos los que lo acompañaron como gobernante. Una sugestión que movía a esa clase a servir la concepción unitaria y nacional de la política.



***
La construcción de Portales ha sido derribada pieza a pieza. La misma clase dirigente, totalmente transformada por la introducción del capitalismo en Chile, después de la conquista del salitre, terminó con el régimen de autoridad y responsabilidad presidencial, el cual, es verdad, se había convertido antes de 1891, en un poder exageradamente personalista y arbitrario: e incluso había perdido en parte su fisonomía nacional desde que adoptó una política laicista que lo ponía en contradicción con las tendencias más profundamente arraigadas en el pueblo. Pero como remedio contra estas deformaciones de la autoridad, se vino a caer en el largo ensayo de imitación inglesa: el parlamentarismo (más aún, sin dar siquiera al Gobierno el poder de disolución del Congreso que tiene en Gran Bretaña la Corona).
El resultado del período 1891-1920 era el que naturalmente podía preverse. El Estado dejó su función activa y directora de la vida nacional y la tomaron esta función las fuerzas económicas dominantes del capitalismo extranjero y nacional. Pero este régimen oligárquico que subordinaba la política a los intereses económicos de una minoría, hizo nacer, por una lógica necesidad interna del régimen individualista, la reacción contraria.
Había nacido en Chile desde fines del siglo pasado, una clase media de intelectuales, profesionales y empleados, que buscaba, como un siglo atrás la nobleza rural, su expansión política y social; por debajo de ella, las masas proletarias se formaban rápidamente una conciencia anti-imperialista y antioligárquica. Y son estas fuerzas las que hicieron estallar la presente revolución chilena, permanente desde 1920.
Contra esta crisis revolucionaria de nuestra nacionalidad, de nada sirve tratar de mantener las formas caducas y una legalidad interiormente vacía de todo contenido vital. Por el contrario, los que no quieren ser enterradores de una tradición, los que no creen que ella haya muerto, deben vivificarla tomando frente a la presente revolución, la actitud de Portales ante las fuerzas de la aristocracia: edificar el nuevo orden revolucionario saltando por encima de toda consideración a todo lo que hay de muerto y rutinario en la organización presente.
Hay que re-crear la concepción del Estado fuerte y activo, para oponer al partido económico dirigente los criterios y valores de justicia y de bien común y para crear las estructuras sociales que reclaman los tiempos. Aplicando en la nueva forma adecuada al presente la concepción fundamental de Portales, la juventud chilena, las nuevas generaciones revolucionarias, harán la obra más sustancialmente tradicionalista y nacional.
MARIO GONGORA
Revista Estudios N° 55
junio de 1937, Santiago





PORTALES  Y EL
SCHEINKONSTITUTIONALISMUS
EN HISPANOAMERICA





H
asta ahora la figura y la obra de Portales han sido consideradas fundamentalmente dentro del
escenario chileno. El bicentenario de su natalicio que se cumple en 1993 invita a examinarlas en el contexto americano[1]. Después de todo, Chile no es una excepción en Iberoamérica. Al proclamarse independientes, todos los Estados sucesores de la monarquía española, se vieron abocados al mismo problema: consolidarse como tales interna e internacionalmente[2].
Tal fue el desafío que enfrentaron, al igual que Portales, otros gobernantes iberoamericanos, nacidos como él a comienzos de la década de 1790: Alamán (1792-1853) en México, Morazán (1792- 1842) en Centroamérica, Santander (1792-1840) en Colombia, Páez (1790-1873) en Venezuela, Santa Cruz (1792-1865) –rival de Portales- en Bolivia y Rosas (1793-1877) en Argentina. Ninguno tuvo la misma fortuna que Portales[3]. A lo más consiguieron, como O’Higgins en Chile, dar gobierno por algún tiempo a sus países, pero no dejar eslablecido después de ellos, un régimen de gobierno.
La verdad es que el vacío político que dejó tras de sí la monarquía resultó más grave de lo que a primera vista pareció. Tan serio que en gran medida persiste hasta hoy. Por diversas razones las minorías dirigentes de estos países no han conseguido llanar ese vacío. A menudo ni siquiera lo han intentado y cuando han llegado a hacerlo, tanto ellas como los caudillos civiles o militares comprometidos en el intento, han fracasado una y otra vez. No sin razón habló Jacques Bainville de una historia breve, pero increíble de las dictaduras en estos países[4].
De la anarquía ha dicho Encina, con agudeza que no es posible describirla[5]. Hay que haberla vivido. En Iberoamérica se alimenta de un desajuste entre la constitución histórica –que aflora a través el ideal de gobierno fuerte y emprendedor-, las constituciones escritas, inspiradas, a imitación de las europeas y estadounidense, en el ideal de gobierno regulado por un parlamento. Se trata de una especie de falla geológica, que se evidencia, de tanto en tanto, a través de esa suerte de terremotos políticos, que son los cambios violentos de gobierno.
Solo dos países escapan a esta suerte y pueden exhibir, para emplear la expresión del brasileño Calmon, una historia cuerda. Son Brasil y Chile, donde Pedro I y Portales acertaron a conciliar entre sí el ideal de gobierno iberoamericano con las formas del constitucionalismo extranjero. Al efecto ambos conjugaron las posibilidades de lo legal y lo extralegal de un modo que recuerda el Scheinkonstitutionalismus centroeuropeo[6].

Constituciones históricas y constituciones escritas
En toda América española el problema fue el mismo. Desaparecida la monarquía, los sectores dirigentes permanecieron fieles al ideal de gobierno eficiente y realizador que la animó en su última época. Por eso al producirse el colapso de ella, la principal preocupación de las minorías dominantes fue que el poder estuviera en buenas manos. No aspiraron a asumirlo ellas mismas, sino a seguir siendo bien gobernadas. De esta manera, cada uno podría con tranquilidad seguir dedicado a sus propias cosas. Se trata de una actitud diametralmente opuesta a la de los núcleos rectores de las colonias inglesas de Norteamérica. Estos tenían mentalidad colonial. Se sentían oprimidos por Inglaterra e hicieron la independencia precisamente para apoderarse del gobierno y liberarse así de la dominación metropolitana.
En Hispanoamérica estos sentimientos coloniales de inferioridad y dependencia de una metrópoli faltan en los sectores dirigentes. Por eso falta también la reacción de querer apoderarse del gobierno, para obtener así, por fin, una cierta libertad. En una palabra, los hispanoamericanos tenían mentalidad de grandes señores, acostumbrados a exigir del rey buen gobierno y ocuparse de sus propios asuntos, sin tener que descender a preocuparse por la cosa pública. Un reflejo de esto se percibe todavía hoy en la jerga política usual, según la cual es de buen tono, al aceptar un cargo público, decir que con ello se hace un sacrificio.
Esta mentalidad explica la acogida tan entusiasta como ingenua del constitucionalismo europeo o estadounidense en Hispanoamérica. Con él se abrió paso, en amplios sectores, un nuevo ideal de gobicrno cuya gestión estuviera regulada por un parlamento. Pero, constitucionalistas y constituyentes, más atentos a los modelos extranjeros que a la realidad de su propia patria, anularon al gobierno en provecho del parlamento. Baste un rápido vistazo a las constituciones escritas para comprobar que fue la tónica general de ellas hasta la década de 1920. No cabía mayor falta de sentido común. El país legal ignoró al país real. Y este se vengó.
Así en la práctica, desde 1811 hasta hoy los países iberoamericanos ciertamente han tenido constituciones, y no pocas –ya van más de doscientas-, pero rara vez y sólo por poco tiempo, han tenido gobiernos constitucionales. Al cabo de un siglo de experiencias fallidas el peruano García Calderón sintetizó en 1912 el punto flaco de tantas constituciones. Según él, no hacen otra cosa que maniatar al gobemante[7]. Entonces: una de dos, o el gobernante se atiene a la constitución ylo derriban por ineficiente o se la salta y hace un gobierno conforme al sentir de la población y a las necesidades del país. Así, se entiende que las constituciones escritas, por estar en pugna con la constitución histórica de estos países, los precipiten en el desgobierno y la anarquía. Lo que, a su vez, convierte a los militares en árbitros de la situación. De esta suerte se cierra el círculo fatídico, dentro del cual estos países parecen condenados a girar hasta el presente: constitucionalismo- desgobierno-militarismo. Unas veces lo recorren en un sentido, otras en el inverso o bien se detienen por algún tiempo en uno de esos estadios, pero no escapan a él.

Scheinkonstitutionalismus
Dentro de este panorama, Brasil es caso aparte, por lo menos hasta 1889. Como se sabe, allí tanto la independencia como la implantación del constitucionalismo son obra de la monarquía, que subsiste hasta esa fecha. La intervención de Pedro I fue decisiva para impedir que los constituyentes brasileños de 1823 elaboraran un texto impracticable, como los de América española. Disolvió sin contemplaciones la asamblea e hizo redactar un texto más liberal, pero practicable[8]. Tal fue la constitución de 1824, la primera de larga duración en el mundo de habla castellana y portuguesa. Esta actuación del emperador puede considerarse como el punto de partida a una especie de Scheinkonstitutionalismus iberoamericano, que combina lo legal ylo extralegal, a fin de reducir la distancia entre el país real y el país legal y adaptar la constitución escrita a la constitución histórica. Este Scheinkonstitutionalismus anticipa al centroeuropeo. Como se ve, no es sino un constitucionalismo formal o aparente, pero operante, a diferencia del verbalista y altisonante que en vano pretendían imponer teóricos y políticos de la época.
Más notable aún es el caso de Chile. Este país rodó por la pendiente de la anarquía como los demás y por obra de Portales logró escapar a ella y volver a tener un régimen de gobierno, en muchos aspectos, tan estable y bien asentado como la antigua monarquía.
El vuelco no pudo ser más radical. Desde 1830 en que Portales llegó por primera vez al ministerio las cosas cambiaron definitivamente. A partir de entonces ningún gobierno volvió a ser derribado en Chile por un movimiento subversivo. Hay que esperar hasta el siglo XX para ver reaparecer pronunciamientos armados, como los de 1924 y 1973.
La consolidación del gobierno permitió a Portales lograr algo hasta entonces nunca visto en
Chile: la regularización de las elecciones, de las sesiones del parlamento y de la sucesión presidencial. A partir de 1831 Chile fue uno de los raros países en el mundo, donde por espacio de casi un siglo se efectuaron elecciones en fechas fijas, un parlamento logró funcionar en forma ininterrumpida y, salvo en 1891, los presidentes se sucedieron constitucionalmente. Al respecto, hasta 1924 sólo aventajaban a Chile, en Europa Inglaterra y algún otro país como Bélgica, y en América, únicamente los Estados Unidos[9].
La clave de este milagro político chileno, la reveló el propio Portales al asumir el gobierno. Anunció entonces que se proponía: consolidar la paz y las instituciones de Chile[10]. Palabras que permiten medir la distancia que lo separa de tanto político de entonces y de ahora, que sólo atina a demoler las instituciones patrias, para hacer lugar a otras imitadas del extranjero o tomadas de ideólogos foráneos.
En consecuencia, Portales no inventó nada, no copió nada. Como ya advirtió Edwards su obra tiene mucho de restauración: “No existe en América ejemplo de una restauración más completa de todo lo que podía ser restaurado después de 1810”[11]. Esto vale, en primer término, para el Presidente. Portales transformó al Presidente chileno de la monarquía: gobernante, en el Presidente de la República: antes que gobernante, garante del orden instituido.
En cuanto tal, el presidente fue “el gran elector” en expresión de Alberto Edwards. Ciertamente el manejo de las llamadas elecciones populares por el presidente, se aparta de la teoría constitucional. Por otro lado, ni la constitución de 1828 ni las leyes la mencionan para nada. Es una situación de hecho, extraconstitucional y extralegal, pero, por lo mismo, más fuerte que esos textos. Sería erróneo interpretarla, por eso, como una corruptela o una arbitrariedad: Antes bien, es una parte muy fundamental del régimen y se la ejerce con gran altura de miras. Constituye un medio más, entre los que dispone el presidente, en cuanto guardador del orden instítuído. Algo tan capital como la selección de su sucesor o de los parlamentarios no podía quedar entregado a su suerte, a una mayoría ocasional o a manejos inescrupulosos. En una palabra, por este medio se toman resguardos para que la mayoría elija a los mejores, es decir, se hace recaer la elección por la maior pars en la sanior pars[12].
Otro tanto hay que decir del lugar que se asigna al parlamento. Sin modificar la constitución que lo coloca en primer plano, se lo relega de hecho a uno muy secundario, de suerte que no estorbe la gestión presidencial.
Todo esto lo hizo Portales al margen de la carta de 1828, sin tocarla, de un modo a menudo extraconstitucional. Estamos, pues, ante otro ejemplo de Scheinkonstitutionalismus, similar al de Brasil. Por medio de él se logra conciliar el ideal iberoamericano de gobierno fuerte y realizador con el ideal constitucional europeo y estadounidense de gobierno regulado por un parlamento. 
En suma, Portales fue mucho más que un gobernante o que un gobernante afortunado, dentro de un régimen establecido. Fue el forjador del régimen bajo el cual gobernaron después de él, primero una serie de presidentes y luego los partidos o, mejor dicho, la oligarquía que los maneja. Se ha calificado a este régimen de portaliano. En razón del gobierno fuerte se lo ha llamado república autoritaria o autocrática y en atención a la minoría ilustrada que lo sostiene, república pelucona u oligárquica. En rigor no es sino una república ilustrada, que bajo la nueva forma de un Sheinkonstitutionalismus monocrático restaura, según advirtió ya Edwards, la antigua monarquía ilustrada.
BERNARDINO BRAVO LIRA,


de la Academia de la Historia 

Universidad de Chile





[1] Edwards, Alberto, La fronda aristocrática, Santiago 1928. Eyzaguirre, Jaime, Fisonomía histórica de Chile, México 1948. Góngora, Mario, “Reflexiones sobre la tradición y el tradicionalismo en la historia de Chile”, en Revista Universitaria 2. Santiago 1979. Bravo Lira, Bernardino (ed.), Portales y su obra, Santiago 1989.
[2] García Calderón, Francisco, Les démocraties latines de I’Amérique, Paris 1912. Jane, Cecil B., Liberty and despotism in Spanish America, Nueva York 1929, trad. castellana Buenos Aires 1942. Moerner, Magnus, “Caudillos y militares en la evolución hispanoamericana”, en Journal of Inter-American Studies, 2 Gainesville (Florida), 1960. Kahle, Günter, “Diktatur und Militarherrschaft in Lateinamerika”, en Zeitschrift f. Lateinamenka-Wien 19, Viena 1980. Annino, Antonio, “Der zweite Disput. Von Naturrecht zu einer Verfassungsgeschichte Hispanoamerikas”, en Thomas, Hans, Amerika eine Hoffnung, zwei Visionen, Herford 1991. Bravo Lira, Bernardino, El Estado constitudonal en Hlspanoamerica 1811-1991. Ventura y desventura de un ideal europeo de gobierno en el Nuevo Mundo, México 1992.
[3] Sobre estas figuras hay una caudalosa bibliografía. Por todos, Valadés, José C., Alamán, estadista e historiador, México 1938. González Navarro, Moisés, El pensamiento político de Lucas Alamán, México 1952. Forero, Manuel José, Santander: su vida, sus Ideas, su obra, Bogotá 1937. Hoenisberg Julio, Santander ante la historia, 3vols. Barranquilla 1969. Moreno del Angel, Pilar, Santander, Bogotá 1989. Abecia Valdivieso y otros, La vida y obra del Mariscal Andrés de Santa Cruz, 3 vols., La Paz 1976. Phillip T. Parkerson, Andrés de Santa Cruz y la Confederación Perú-Boliviana 1835-1839, La Paz 1984. Ibarguren, Carlos, Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires 1930. Gálvez, Manuel, Vida de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires 1940. Irazusta, Julio, Vida política de don Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, 5 vols., Buenos Aires 1941-1961.
[4] Bainville, Jacques, Les dictateurs París 1935, trad. castellana, Santiago 1936.
[5] Encina, Francisco Antonio, Historia de Chile, desde la prehistoria hasta 1891,
20 vols., Santiago 1940-1952.
[6] Sobre el Scheinkonstitutionalismus, Hattenhauer, Hans, Die geistesgeschichtliche Grundlagen des deutschen Rechtes: zwischen Hierarchie und Demokratie, Heidelberg 1980(2), trad. castellana, Madrid 1981, esp. p. 194. Willoweit, Dietmar, Deutsche Verfassungsgeschichte, Munich 1991,1992(2). Scheinkonstitutionalismus: constitucionalismo aparente o de apariencia (NdlR.).
[7] García Calderón, nota 2, p. 43.
[8] Sousa, Octavio Tarquino de, A mentalidade da constiuinte (3 maio a 12 novembro 1833), Río de Janeiro 1931. Calmon, Pedro, Vida de D. Pedro I. O Rei cavaleiro, Sao Paulo 1931. Franco, Alfonso Arios de Melo, “El constitucionalismo brasileño en la primera mitad del siglo XIX”, en Universidad Autónoma de México, El constitucionalismo a mediados del siglo XIX, 2 vols., México 1957,1, pp. 275. ss.
[9] Bravo Lira, “Raíz y razón del Estado de derecho en Chile”, en Revista de Derecho Público 47-48 Santiago 1990.
[10] Oficio de Ministro del Interior al general José Santiago Aldunate, 15 de junio de 1839, texto en Barros Arana, Historia general de Chile, 16 vols, Santiago 1884-1905, 15, pp. 602 ss.
[11] Edwards, nota 1, p. 72.
[12] Bravo Lira, Bernardino, Ilustración y representación del pueblo en Chile 1760-1860(4)”, en Política 27, Santiago 1991.